Falsa liebre
Fernanda Melchor
Con la frente pegada al cristal de la ventana, Andrik miraba
la noche. La lluvia bañaba las fachadas de los edi?cios aún dormidos, hacía
temblar las copas de los árboles y formaba charcos que el auto salpicaba en su
carrera por la avenida.
El cristal estaba cubierto de gotas relucientes que el
viento arrancaba con crueldad. Las estiraba y deshacía en hilos, las empujaba
hasta el borde de la ventana y las hacía reventar. Andrik trataba de ayudarlas;
ofrecía su dedo índice para que las gotas desamparadas se prendieran de su
carne y se salvaran, pero el vidrio helado se interponía.
—Carajo —gruñó el hombre—, deja de ensuciar el vidrio.
Andrik se apartó de la ventanilla. Se tocó la cara con
disimulo; su mano y su mejilla estaban ya secas gracias al aire acondicionado,
pero sus ropas aún empapaban la tapicería. Aunque sentía las tetillas duras por
el frío se resistía a cruzarse de brazos. Sabía que el hombre lo miraba con
furia, que explotaría en cualquier instante, que era mejor tener las manos
libres.
—Y esa gorra…
Alcanzó a encogerse de hombros antes de recibir el golpe en
la cabeza. La gorra fue a dar a sus pies; no se atrevió a levantarla.
—¿De dónde la sacaste? Pareces un puto vago.
El aliento del hombre llenaba el aire helado. Era agrio,
como si hubiera estado comiendo pescado en salmuera.
Andrik miró de reojo el velocímetro digital del tablero.
Marcaba 95, 98, 105 kilómetros por hora. El motor del auto se escuchaba ahora
por encima del golpeteo de la lluvia sobre el toldo, del chirrido que producían
los limpiaparabrisas. Miró las manos del hombre sobre el volante: los nudillos
pálidos, los antebrazos rígidos, los dobleces percudidos de la camisa celeste,
arremangada con descuido. En la muñeca derecha faltaba el reloj: una tira de
piel descolorida delataba su ausencia.
El hombre jamás salía de casa sin el reloj. Era lo primero
que se ponía al vestirse, antes incluso que la ropa interior. Y jamás usaba
camisas con marcas de mugre.
—Y sácate ese dedo de la boca…
Andrik miró su pulgar, sorprendido. ¿A qué hora se lo había
llevado a los labios? El borde de la uña sangraba, en carne viva. Lo apretó
contra la humedad de su playera hasta que dejó de arderle.
Algo está mal.
El pedazo de uña arrancado le pinchaba el fondo de la lengua.
Pre?rió tragárselo antes de que el hombre lo descubriera escupiéndolo.
Algo está pasando.
Andrik sacudió la cabeza.
Míralo…
“Cállate”, suplicó en silencio.
Míralo, anda.
Andrik echó un vistazo. Hasta entonces se dio cuenta de que
tampoco llevaba los lentes puestos. Su rostro lucía más desnudo y áspero que de
costumbre, avejentado.
Y la camisa…
“Es la misma que llevaba esta mañana”, pensó. Ayer en la
mañana.
Andrik exhaló una bocanada desesperada.
Llegó a la casa y no te encontró y salió a buscarte. Lleva
toda la noche buscándote.
Cinco para las tres de la mañana, leyó en los dígitos del
tablero. Aún faltaba mucho para que amaneciera. Las calles seguían desiertas:
ni siquiera los taxistas deseaban surcar la ciudad con aquel aguacero. Los
semáforos de la avenida no funcionaban: emitían una sola luz, parpadeante,
ambarina. Luz preventiva.
Miró de nuevo las manos del hombre sobre el volante, los
codos apretados contra las costillas, el rostro lívido de rasgos tensos.
“Me encontró”, pensó, súbitamente admirado.
Cerró los ojos un rato, y cuando volvió a abrirlos notó con
alivio que ya estaban cerca de la casa. Se lo indicaba el puente, o más bien,
sus luces, coloreando la lluvia al ?nal de la avenida, a la misma altura que
los anuncios espectaculares. Andrik ignoraba lo que había detrás; suponía, por
los letreros verdes que alcanzaba a leer, que la ciudad se terminaba del otro
lado, y que la avenida se dividía en una red de carreteras que conducían a la
capital del estado, a los territorios del norte, a los muelles más lejanos del
puerto.
El hombre carraspeó antes de hablar, con voz ronca.
—Adivina quién vino hoy a visitarte.
El auto dejó atrás el semáforo parpadeante, el último que se
veía. ¿No era ahí donde tenían que dar vuelta a la izquierda? Pelón le había
advertido que estuviera atento, que tratara siempre de recordar los lugares,
los nombres de las calles, los números de las placas de los autos a los que se
subía. Pero había pasado demasiado tiempo encerrado en la casa del hombre,
semanas enteras, y ahora apenas recordaba retazos del camino.
—Te estoy hablando, carajo.
—No sé —dijo Andrik en automático. Pero claro que sabía.
—Adivina…
El chico se encogió de hombros. Ya no podía soportar más el
frío del aire acondicionado. Se cruzó de brazos y metió las manos en el hueco
de sus axilas. Era mejor que comerse las uñas y delatar su nerviosismo.
—Tu hermano —dijo el hombre.
Se había vuelto para clavar sus ojos en Andrik.
—Tu hermano, tu hermanito del alma, pasó a buscarte a la
casa en la tarde.
Andrik se obligó a congelar su cara. El temblor de los
párpados era lo más difícil de controlar, igual que el cosquilleo en la
comisura de sus labios. Fijó la mirada en la noche, en el puente que se alzaba
del otro lado del cristal, más allá de los limpiaparabrisas y de la lluvia
obstinada.
—Me agarró afuera, cuando abría la puerta. Ni siquiera sabía
que te habías largado…
Luchaba con todas sus fuerzas para no parpadear, para no
generar el menor movimiento.
—Me sacó un buen susto porque no lo vi llegar, y eso que es
inmenso. Cuando me di cuenta ya lo tenía al lado. Por la facha pensé que era un
loco, un limosnero: andaba todo mugroso y apestaba rancio, como a leche agria.
Me di la vuelta para encararlo y le grité: “¿Qué quieres, cabrón? Lárgate de
aquí”. Los ojos se le iban para adentro de la casa y entonces pensé: “Éste lo
que quiere es robarme”. “¿Qué madres se te perdió, hijo de la chingada?”, volví
a gritarle, y el mugroso gordo se hizo para atrás. Ahí fue cuando me di cuenta
de que era un chamaco. “Busco a mi hermano”, me dijo con voz de pito. Semejante
animal, y esa voz ridícula, de bobo. Todavía no le bajan los huevos.
lo tiene”, me decía el imbécil. Estaba nervioso pero muy
serio. “Usted lo tiene, no mienta.” “Vete a chingar a tu madre”, le grité, “voy
a marcarle a la policía”.
El auto trepó por el puente a toda velocidad. La defensa
raspó contra el concreto y las llantas botaron sobre los mosaicos ?uorescentes
que delineaban los carriles. Desde ahí arriba, la ciudad era una maraña de
luces que los goterones sobre el vidrio y las lágrimas en los ojos de Andrik
refractaban en nebulosas coloridas. El mar cercano, en cambio, se confundía con
la noche: pura negrura cerrada, sin horizonte.
—Todavía se quedó un rato afuera de la casa, sin decir nada,
como amenazándome. Pensé en los vecinos y exploté de coraje. Le hice señas
desde la ventana, con el teléfono en la mano, y ?ngí que marcaba. “Policía”,
grité, para que el infeliz me oyera. “Hay un tipo drogado tratando de meterse a
mi casa.” El maldito gordo se alejó de la ventana, y yo no sabía si seguía allá
afuera, o si se había largado. Todavía esperé un rato junto al teléfono, con el
corazón en la mano, sin querer hablarte, sin gritar tu nombre en caso de que el
cabrón me estuviera espiando. Pensé que estabas dormido, que por eso no
bajabas. Me esperé un rato más y luego fui a la puerta y la abrí, para
comprobar que se hubiera ido. Y entonces vi tu retrato…
Había dejado de llover, tan de improvisto que ahora los
limpiaparabrisas rechinaban escandalosamente contra el vidrio empañado, en
balde.
—Estaba ahí, sobre la banqueta, debajo de una piedra; justo
enfrente de la puerta. Una foto tuya de hace… ¿dos, tres años? Estás más
llenito en la foto, y vas de uniforme, con los cabellos cortos, y sonríes como
nunca te he visto sonreír, y te falta un diente, un colmillo creo,
“Zahir”, pensó Andrik. La boca le exigía pronunciar cada
sonido de ese nombre, pero se mordió los labios para no hacerlo. Para no
sonreír.
—“Qué hermano ni qué carajo”, le dije al gordo. “Aquí no hay
ningún hermano tuyo.” Y yo trataba de encontrarle un parecido contigo, pero
nada. “Yo sé que usted un incisivo tal vez, pero eres tú, eres el mismo. Los
mismos ojos claros, verdes, casi amarillos, tus ojos hermosos…
El auto invadió el carril contiguo. Las llantas botaron de
nuevo sobre la línea de re?ectores. El hombre jadeó sorprendido y recti?có el
rumbo con un tirón del volante. Sumió el pie en el acelerador mientras se
enjugaba las comisuras de la boca con el dorso de la mano.
Se le escapó una risilla.
—Voy a arrancártelos…
Su mano pescó la muñeca de Andrik. La palma estaba húmeda y
caliente.
—Todo lo que me contaste es mentira, todo lo que me dijiste…
—No, te juro que…
El hombre le estrujó los huesos de la muñeca.
—¡Deja de mentir!
—¡No es mentira! ¡No tengo hermanos!
Cada palabra le dolía. Cada sílaba pronunciada hacía más
hondo el hueco que perforaba su garganta.
—No tengo a nadie.
El hombre lo soltó.
—¿Quién es ese pinche gordo, entonces?
—No sé… —respondió Andrik en automático.
—“No sé”—lo arremedó el hombre con voz chillo na—. ¿Por qué
tenía tu foto, entonces? ¿Por qué me la dejó como prueba?
Andrik se frotó la muñeca. La boca le sabía a lágrimas.
Permaneció callado hasta que el hombre sacudió la cabeza y pisó el acelerador a
fondo.
El auto descendió el puente y se integró a la carretera
principal, detrás de una camioneta cargada de obreros en camisolas. Andrik miró
suplicante los rostros somnolientos de aquellos hombres apiñados en la batea,
pero ninguno se dignó a echar una mirada al interior del carro. El hombre tuvo
que frenar de súbito para no estamparse contra la camioneta, que avanzaba más
lentamente. Con un gruñido de impaciencia y un par de bocinazos aceleró de
súbito para invadir el carril contiguo y rebasar al vehículo por la derecha.
No había nada en aquel camino, ni casas ni comercios a la
vista, sólo una barda eterna, que corría por kilómetros enteros junto a la
ventanilla de Andrik, y tras la cual se insinuaban las moles oscuras de los
silos del puerto, y pilas y pilas de contenedores herrumbrosos y derruidos.
Junto a la barda crecían hileras de casuarinas torcidas, deformadas por el
viento implacable de la costa. Sus ramas plumosas, cargadas de agujas
fragantes, lucían tétricas bajo la luz mortecina de los pocos arbotantes que
aún funcionaban en plena temporada de tormentas.
A Andrik le latían los oídos. Apenas podía respirar: su
pecho se hinchaba y se vaciaba ruidosamente; sentía que se ahogaba. Cerró los
ojos a pesar de la náusea.
Te lo dije.
“Cállate”, suplicó Andrik en su cabeza.
Algo está pasando.
“Ya, por favor.”
Él te lo advirtió, él te lo dijo, la primera noche: “Una
pende jada y te entrego a la policía”.
Lo recordaba muy bien.
Dirá que te encontró robando en su casa. Y te encerrarán. O
peor aún, te llevarán de vuelta con la tía.
“Pues entonces diré la verdad”, pensó. “Diré que me
secuestró, que me obligaba…”
¿La voz se estaba riendo? Era un sonido encantador,
cristalino. Sacudió la cabeza para acallarla.
Él tiene dinero y tú no, entiéndelo bien. Él es adulto y tú
no. ¿A quién crees que van a creerle?
“Pero él me quiere”, rebatió Andrik. “De verdad me quiere.
Mira, salió a buscarme en plena tormenta, y me encontró.”
Para vengarse.
“No, sólo quiere asustarme”, suspiró.
En cualquier momento, estaba seguro, el hombre se cansaría
de aquel juego, como se cansaba siempre de los dramas que a menudo lo obligaba
a representar en la alcoba. En cualquier momento daría vuelta en U y sacaría
sus lentes del bolsillo de la camisa y se los pondría con una sonrisa tímida y
lo llevaría de vuelta a casa. Le sacaría un poco de sangre, unas cuantas
lágrimas de arrepentimiento, y eso sería todo, con eso se conformaría. La misma
rutina de siempre, predecible y reconfortante.
Esta vez es diferente.
El auto redujo la velocidad. Andrik soltó un suspiro. “¿Ya
ves? Te dije que no pasaba nada, ya vamos de re greso”, pensó.
La estúpida voz soltó una nueva carcajada tan límpida y
maliciosa que los vellos de la nuca de Andrik se erizaron.
¿Seguro, muñeco?
En vez de girar hacia la izquierda, de regreso a las luces
del puente, el hombre volanteó para internar el auto en una brecha arenosa
?anqueada por casuarinas torcidas. No había luces ahí, ni arbotantes, ni más
señalamientos que varios letreros de madera clavados a los troncos de los árboles,
sus letras escarlata brillando brevemente bajo los faros del auto:
BIEN VENIDOS A PLAYA NORTE
PROIBIDO NADAR AY POSAS
Una burda calavera, pintada también de rojo herrumbre, le
sonrió a Andrik con dientes carcomidos po No, parece que no vamos a casa…r el
moho.
El hombre condujo en silencio por el camino de terracería;
cuando éste acabó, hizo avanzar al auto por la parte
central de la playa. La arena estaba húmeda; oscura y pesada,
lucía más apta para sembrar en ella que para recibir las olas que reventaban
con escándalo a menos de diez metros de la ventanilla de Andrik. El mar bullía,
negro verdoso, coronado de espuma amarillenta, aunque el chico no alcanzaba a
escucharlo. El cielo era oscuro también, con un dejo plomizo. Ya no llovía: los
cúmulos de tormenta se alejaban de la costa a toda prisa. Cargados de
relámpagos, fosforecían en su apresurado camino hacia las montañas del norte.
La ropa de Andrik seguía húmeda y ahora su nariz moqueaba.
El aire acondicionado hería el interior de su garganta, pero no se atrevió a
pedirle al hombre que lo apagara. Había sido un accidente, terminar empapado de
aquella manera: primero en los baños del mercado, cuando el asalto, y luego
bajo el furor de la tormenta que lo sorprendió mientras caminaba por las calles
cercanas al ferrocarril, tratando de hallar el camino a la avenida que conducía
a la rotonda del don encabronado, como Pelón la llamaba.
Para entonces ya no se le ocurría qué más hacer, a dónde ir.
Y cuando el viento latoso comenzó a sacudir las copas de los árboles y gruesos
goterones de agua oscurecieron el pavimento, Andrik no pudo hacer otra cosa más
que hundir los hombros y bajar la cabeza y apretar el paso hacia las luces de
la avenida. Tenía la esperanza de hallar ahí algún zaguán, alguna parada de
autobuses bajo la cual refugiarse, pero muy pronto la lluvia se convirtió en un
cruel aguacero. El viento soplaba en rachas que empujaban la cortina de lluvia
tibia contra su cuerpo, y en pocos minutos terminó calado de pies a cabeza.
Decidió proseguir su camino bajo el agua y los relámpagos, qué importaba ya que
sus pies se hundieran hasta el tobillo en los remolinos de las cunetas, si de
todas formas tenía los tenis completamente anegados. Para entonces ya sólo
deseaba llegar a la rotonda y refugiarse bajo la estatua de aquel ?gurón de bigotes
severos que miraba ceñudo al horizonte y apuntaba con un dedo acusador,
?amígero, el punto exacto en donde los chicos se reunían a esperar a sus
clientes. Ahí podría aguardar a que alguien lo levantara, cosa que no fallaría.
Era un chico lindo, Pelón se lo había asegurado. No tenía necesidad de volver
jamás a casa de la tía Idalia si no le daba la gana. Ahí en la rotonda había
dinero de sobra, si sabías aprovecharlo, si no le temías al trabajo rudo. Pelón
le había enseñado a Andrik todo lo que sabía.
—Si hay más de un bato, ni de pedo nos subimos. Si es uno
solo pero está chavo y trae carrazo, no joteamos porque nos madrea. Si es un
don con una doña, es porque el don quiere ver cómo te coges a la doña, ni pedo;
pero cobramos doble, ¿eh?, no hay que ser pendejos. Los rucos que llegan a pie
o en carcachitas son los mejores. A veces ya ni siquiera se les para.
Pelón fue el único del barrio que le echó una mano cuando el
chico tuvo que huir de casa de la tía. Zahir había dicho que escaparía con él,
por eso lo esperó en el parque la noche entera y buena parte de la mañana del
día siguiente. Zahir nunca llegó, y el hambre y el miedo ganaron. Pelón no
tardó nada en conseguirle un par de tenis, que le venían enormes, y luego pasó
la tarde entera dándole consejos entre jalones a su bolsa de pegamento. Al caer
la noche lo mandó a la rotonda del don encabronado. El propio Pelón ya no podía
llevarlo en persona; los muchachos le habían pedido que se mantuviera alejado.
Decían que sus llagas espantaban a los clientes.
—Cuando se paran nos asomamos al carro para verle bien la
jeta, las manos, si está chupando, si está fumando, si hay alguien más ahí con
ellos. Apretamos la mandíbula, exacto, y abrimos los ojos así y sonreímos, ajá,
lo haces perfecto. Y ponemos el brazo acá, y nos inclinamos, para que vean lo
?aquitos que estamos, para que vean que no tenemos vello, eso los pone bien
pinches orates.
Cuando ?nalmente llegó, el lugar estaba vacío. No logró
secarse porque la lluvia no dejó nunca de caer; en algún momento se convirtió
en una especie de brisa densa que ?otaba en el aire y lo hacía moquear. Ningún
auto se detuvo por él, nadie bajó siquiera la velocidad para echarle un rápido
vistazo con los ojos entornados. Al caer la noche, el trá?co se tornó más
intenso y las luces de los faros teñían la llovizna de blanco, rojo y amarillo.
La ropa le colgaba del cuerpo, pesada e incómoda. Encontró una gorra tirada
sobre los escalones del monumento; seguramente alguno de los chicos la había olvidado.
La exprimió un poco antes de ponérsela. Se sentía completamente exhausto y se
quedó dormido sin querer, con la cabeza sobre los brazos, abrazándose las
piernas. Tiritaba por ratos, aunque el agua de la llovizna era tibia. No supo
cuánto tiempo pasó así, arrullado por el ruido de las bocinas y los escapes.
Cuando ?nalmente despertó ya era de noche, y el trá?co había disminuido. Del
otro lado de la calle un auto le hacía señas con las luces: era el auto
amarillo del hombre, y el hombre mismo al volante, mirándolo suplicante, con el
ceño fruncido.
Pensó en huir, y por un momento se vio a sí mismo corriendo
en dirección contraria a la del trá?co, escalando bardas y ramajes, como cuando
escapó de casa de la tía. Pero estaba demasiado cansado, y la expresión del
hombre era digna de pena. Por eso había subido al auto, por eso había accedido
a volver con aquel tipo.
No cualquier tipo, dijo la voz. Tu hombre.
“Todos son iguales”, asintió Andrik.
Su madre decía aquello todo el tiempo, todo el tiempo lo
repetía.
Todos son iguales, todos vuelven, siempre, como la mula al
trigo. “Me encontró”, pensó Andrik con emoción, la mirada perdida en la
ventanilla, en la playa silente y oscura. “Tal vez de verdad me quiere.”
Ni Zahir ni su madre lo habían hecho. Nadie lo había buscado
nunca.
El viento hacía temblar las ventanillas. Silbaba furibundo,
buscando la manera de colarse dentro del auto. La playa se había vuelto más
estrecha, más accidentada; el vehículo subía y bajaba por terraplenes cubiertos
de matorrales que se espesaban al internarse en el bosque de casuarinas. El
hombre conducía sin inmutarse, trepando por las dunas sin importar que las
ramas de los arbustos golpearan la parte inferior del carro, o que éste jadeara
por el esfuerzo de trepar por la arena reblandecida. En algún momento tuvo que
pisar el acelerador con ?rmeza para dejar atrás una colina coronada de
zarzales. La playa se terminaba unos metros más adelante: un brazo de manglar,
cerrado como una muralla, bajaba desde el bosque y se internaba en el mar. El
hombre apagó el motor y los faros se extinguieron de golpe, igual que las luces
del tablero y el zumbido del aire acondicionado. Sólo entonces Andrik alcanzó a
escuchar el rugido de las olas reventando contra la playa, a lo lejos.
La oscuridad dentro del auto era espesa; Andrik ya sólo
alcanzaba a distinguir las partes más pálidas del hombre: el interior de sus
brazos, el cuello, el brillo de su calva. Lo demás eran sombras y susurros de
tela.
—Todo este tiempo —dijo desde la penumbra— me has mentido,
impunemente…
Parecía más calmado, casi plácido. Sus manos buscaban algo
en el compartimento entre los asientos, sin prisa. —Mentira tras mentira…
—Oye… —comenzó Andrik.
—¡Cállate!
El golpe contra su rostro lo dejó mudo y ciego. Algo duro,
más duro que los huesos del puño del hombre, le aplastó la nariz y los labios.
—¡Cállate, carajo!
Otro golpe, en la sien, pues Andrik ya se había girado. Otro
más, en el hombro alzado por instinto. Manoteó buscando la manija de la puerta,
con el hombre jadeando encima de él, con sus rodillas aplastándole las piernas.
La boca le sangraba, podía sentir los labios rotos, ?oreados, palpitantes. Su
frente impactó contra la ventanilla, en un desesperado intento por apartarse de
los golpes, del peso del hombre, de sus duros codos enterrándose en sus costillas,
de los dedos que tiraban de su cabello para descubrirle el rostro y seguir
masacrándolo. La puerta se abrió con violencia, ayudada por el viento, cuando
Andrik logró por ?n jalar la manija. Pateó al hombre en el pecho, con todas sus
fuerzas, y se arrojó del auto. Intentó ponerse de pie en seguida pero las
piernas le ?aquearon. Se golpeó la cabeza contra la puerta y quedó aturdido, a
gatas, los dedos hundidos en la arena. Quiso emprender la carrera; entonces el
hombre lo pescó del cuello de la playera y comenzó a zarandearlo.
Sólo entonces vio la pistola. Había algo de ridícula en
ella, o más bien, en la manera en la que el hombre la sostenía, como si no
supiera muy bien qué hacer con un arma. Forcejearon durante algunos segundos,
hasta que la tela de la playera se desgarró y Andrik cayó de rodillas. El
hombre lo cogió del pelo y, de un tirón brutal, lo obligó a levantarse. Le
rodeó el cuello con el brazo y, apoyando el cañón de la pistola contra la sien
derecha de Andrik, lo empujó hacia el manglar con su propio cuerpo.
Las puntas de los pies del chico apenas tocaban el suelo.
Trató de patear al hombre, pero el candado que comprimía su cuello le cortaba
la respiración y no tuvo más remedio que dejarse llevar. Seguramente estaba en
shock, pues le pareció que había más claridad ahí afuera, en la playa, que en
el interior del auto. Incluso lograba distinguir con mayor nitidez el escenario
que los rodeaba: las copas susurrantes de las casuarinas, las suaves
ondulaciones de las dunas cubiertas de achaparradas suculentas, las ?orecillas
lila de fragancia escandalosa que despuntaban sobre éstas, la luna en lo alto,
apenas una rebanada de azogue. Había palmeras a lo lejos, altísimas y
desmarañadas, recortadas por encima del manglar impenetrable, y había también
algo más ahí, justo enfrente de ellos, algo sólido, hecho del mismo material
del bosque pero de factura humana: una cabaña, o más bien, sus ruinas agónicas.
Una cosa a la que apenas le sobrevivía un techo de palma y los barandales de
madera de una terraza colapsada por el embate continuo de las olas.
Se dio cuenta de que el hombre pretendía llevarlo ahí, al
interior de aquella choza que, a todas luces muerta, parecía respirar con vigor
maligno. Le metería una bala en la cabeza y dejaría su cuerpo ahí dentro, bajo
la broza y la madera podrida, para que ratas y jaibas voraces lo despacharan.
—Voy a matarte —dijo el hombre, como si hubiera escuchado
sus pensamientos.
Le apretó el cuello con tanta fuerza que Andrik se desvaneció.
Cuando volvió en sí, segundos más tarde, estaba tendido sobre la arena. El tipo
caminaba en círculos a su alrededor. Gimoteaba, se mecía, preparándose.
—Ya, por Dios, que se acabe pronto, que se acabe…
—lloriqueaba el tipo.
Andrik trató de sentarse. Abrió la boca para suplicar, pero
sólo alcanzó a balbucir burbujas de baba y sangre.
El hombre lo pateó de vuelta a la arena.
—¡Habla bien, carajo…!
Andrik trató de sentarse de nuevo. Se llevó la mano a los
labios para comprobar que siguieran ahí, pegados a su cara.
—Perdón —logró decir, con esfuerzo.
El hombre frunció el rostro en un gesto de dolor intolerable.
Incluso se llevó la mano libre al pecho, como si estuviera experimentando un
infarto al corazón. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos con el dorso de la
mano que sostenía la pistola. Miró el arma por unos segundos y luego apuntó el
cañón hacia Andrik.
—¿Perdón por qué? —farfulló.
“Perdón por escapar, perdón por abandonarte”: eso era lo que
tenía que decir. Andrik lo sabía, pero la verdad era que no se arrepentía de
nada.
Escapar del hombre. Lo intentó desde el principio, desde el
primer momento, cuando despertó en aquella cama enorme en medio de una alcoba
que apenas reconocía. No había sido su intención quedarse dormido. Había con?ado
en que, en algún momento de la noche, lo echarían de la casa y tendría que
volver caminando a la rotonda. O al menos así había sido con todos los
anteriores.
Bajó del lecho y buscó su ropa. En el aire ?otaba un fuerte
aroma a colonia para después de afeitar, pero el hombre no estaba por ninguna
parte, ni siquiera en el piso de abajo. En el sillón de la sala encontró su
ropa, prolijamente doblada. Faltaban los calzoncillos y los tenis que Pelón le
había regalado, los cuales encontró más tarde en el cesto de la basura, bajo
una carga húmeda de café molido. Se puso el pantalón y la playera y caminó
hacia la puerta principal. Lo asustó encontrarla cerrada con doble llave. Abrió
las cortinas. Todas las ventanas tenían protecciones, incluso las del segundo
piso. No supo qué hacer más que sentarse en el sofá y esperar a que algo
sucediera, a que el hombre regresara, lo cual ocurrió pasadas las seis de la
tarde. Tumbado sobre el sillón, con la espalda vuelta hacia la puerta, escuchó
primero el motor de un auto, luego el tintineo de las llaves en el zaguán, el
chirrido de la puerta al abrirse y el porrazo sordo al cerrarse. Se dio la
vuelta y miró al hombre dejar un paquete de pollo frito sobre la mesa del
centro.
—¿Tú abriste las cortinas? —preguntó el tipo, sin saludarlo.
Andrik no dijo nada, ni siquiera cuando el hombre se acercó
y le pegó en la cara con la mano abierta.
—¿Con permiso de quién?
—No sé —dijo Andrik en automático.
—En esta casa hay reglas. Yo las pongo y tú las obedeces,
¿entendido?
Pero ni siquiera esperó a que el chico respondiera. Lo
sujetó de la nuca y lo condujo escaleras arriba y no lo dejó en paz hasta bien
entrada la madrugada.
Las reglas eran muchas y solían cambiar a menudo. A veces el
hombre le ordenaba que anduviera desnudo por la casa y se pasaba el día entero
corrigiéndole la postura, para al siguiente reprenderlo por no haberse vestido
tan pronto se levantó de la cama. Le prohibía hablar a menos que pronunciara
bien las palabras, pero luego se ofendía cuando Andrik se demoraba en responder
a sus preguntas, y lo acusaba de esconderle la verdad, de maquinar mentiras.
Una semana más tarde, Andrik había dejado de hablar a menos que el hombre le
hablara primero, y ya nunca cometía errores. Había aprendido a leer los variados
humores del hombre, a adaptarse a lo que éste necesitara. Y, sí, le mentía
descaradamente. Le había contado que era huérfano, que no conocía a sus padres,
que había escapado de una casa hogar donde lo maltrataban. Fingía gratitud
cuando le llevaba comida y golosinas, y también al recibir la ropa que solía
entregarle envuelta en papel delicado y metida en cajas de cartón con el
logotipo de unos grandes almacenes. El hombre dejaba adrede la etiqueta con el
precio de las prendas, para que Andrik comprobara la cantidad de dinero que
gastaba en él. Novecientos noventa y ocho pesos por un pantalón de lino en el
que Andrik ni siquiera podía sentarse, porque se arrugaba, y eso no le gustaba
al hombre, por ejemplo.