El miedo a los animales

porEnrique Serna

20 minutos

Comparte el capítulo en

1
Dormir la mona en la oficina era un hábito que Evaristo había perfeccionado al máximo. Podía roncar a pleno pulmón con los pies encima del escritorio, el periódico en la cara para defenderse de la resolana y los moscos, sin romper amarras con la realidad. Un mecanismo de autodefensa lo ponía sobre aviso cuando alguien rondaba por su cubículo, de manera que nunca estaba inconsciente del todo, aunque tuviera sueños entrecortados. El de esa mañana era lisonjero hasta la embriaguez. En un auditorio lleno de bote en bote, la comunidad cultural se había congregado para rendirle un merecido homenaje. Inseguro de su valía a pesar de la fama y los premios, no podía evitar sonrojarse al oír la carretada de elogios que le prodigaba la plana mayor de la intelectualidad: “maestro de la prosa combativa”, “valor indiscutible que ha destacado en todos los géneros”, “ejemplo de vocación y amor a las letras”, “extraordinario fabulador de lo cotidiano”. Terminadas las alocuciones en su honor, que agradecía con un comentario jocoso para aligerar la carga emotiva del acto, los periodistas de radio, prensa y televisión lo acorralaban en el estrado, disputándose una entrevista: “Maestro, ¿cómo se dio cuenta de que había nacido para escribir? ¿Cuáles han sido sus principales influencias? ¿Cree que el escritor debe asumir un compromiso político?”. Para todos tenía una respuesta inteligente y rápida, acompañada por una sonrisa que denotaba timidez, bonhomía y un radical desapego a los reflectores: “Creo que el compromiso debe surgir espontáneamente en el escritor, como una respuesta a los horrores y miserias de la realidad cotidiana. Yo me inicié como ustedes, en el periodismo, y de ahí salté a la literatura, que para mí no es un arte puro, sino una forma de resistencia civil”.
Una estudiante de extracción humilde, uniformada con morral y camisa de manta, se abre paso entre el enjambre de reporteros para pedirle un autógrafo. Al dárselo, Evaristo se siente en la gloria: nada más estimulante para un escritor que el aprecio de la juventud estudiosa, trabajadora y limpia. Tras la muchacha viene un tropel de universitarios, todos con un libro suyo en la mano, que hacen a un lado a los periodistas y lo arrinconan contra la mesa de honor. A pesar de la incomodidad y la falta de oxígeno, disfruta intensamente la situación. Es como si tuviera una familia enorme, como si le hubiera nacido un hijo en cada lector. Ignorando a la gente del noticiero cultural y a las damas encopetadas que vinieron desde San Francisco para entrevistarlo sobre los atropellos a los derechos humanos en México, Evaristo dedica toda su atención a los chavos y no escatima afecto en las dedicatorias: “Para Javier y Marilú, compañeros, aliados, cómplices, con el afecto de un humilde luchador de la palabra”. El calor que le transmiten los jóvenes vale más que mil premios. Me quieren por honesto, piensa, por denunciar contra viento y marea los crímenes del poder. Pero de pronto el encanto se rompe: un admirador lo jala bruscamente del brazo, otro le da un piquete en el culo, él se vuelve para reclamarles, cómo se atreven a tratar así a una gloria nacional, pero el auditorio se ha quedado completamente vacío, su gloria se ha evaporado y comprende que del otro lado del sueño su ángel de la guarda lo está llamando al orden. Es hora de volver a la indignidad, a la frustración y a la cruda: alguien se acercaba a su oficina y estaba a punto de abrir la puerta.
—¡Qué buena vida te das, pinche intelectual huevón! Mira nomás qué lagañas tienes. Uno en la calle chingándole desde temprano y tú aquí echadote.
El comandante Maytorena se encaramó de un salto en el escritorio. Ya andaba por los sesenta, pero era asombrosamente ágil para su edad. Evaristo reculó en la silla giratoria, chocando con las persianas. El vigor del comandante parecía emanar de la vileza dibujada en su rostro verdusco y garapiñado por la viruela, donde unos ojillos pardos refulgían entre la hinchazón de los pómulos. Tenía la nariz curvada hacia adentro y una boca mezquina, casi una ranura sin labios, que sólo abría lo indispensable al hablar. Diez años atrás había cambiado los trajes por los pants, que le daban un aire más juvenil, y esa mañana llevaba un conjunto deportivo amarillo canario con una gorra de beisbolista.


¡Gracias por leer a Enrique Serna!

Leíste 20 minutos

Todos los derechos reservados Penguin Random House Grupo Editorial

Aviso de privacidad