Temporada de huracanes

porFernanda Melchor

10 minutos

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I

Llegaron al canal por la brecha que sube del río, con las hondas prestas para la batalla y los ojos entornados, cosidos casi en el fulgor del mediodía. Eran cinco, y su líder, el único que llevaba traje de baño: una trusa colorada que ardía entre las matas sedientas del cañaveral enano de principios de mayo. El resto de la tropa lo seguía en calzoncillos, los cuatro calzados en botines de fango, los cuatro cargando por turnos el balde de piedras menudas que aquella misma mañana sacaron del río; los cuatro ceñudos y fieros y tan dispuestos a inmolarse que ni siquiera el más pequeño de ellos se hubiera atrevido a confesar que sentía miedo, al avanzar con sigilo a la zaga de sus compañeros, la liga de la resortera tensa en sus manos, el guijarro apretado en la badana de cuero, listo para descalabrar lo primero que le saliera al paso si la señal de la emboscada se hacía presente, en el chillido del bienteveo, reclutado como vigía en los árboles a sus espaldas, o en el cascabeleo de las hojas al ser apartadas con violencia, o el zumbido de las piedras al partir el aire frente a sus caras, la brisa caliente, cargada de zopilotes etéreos contra el cielo casi blanco y de una peste que era peor que un puño de arena en la cara, un hedor que daban ganas de escupir para que no bajara a las tripas, que quitaba las ganas de seguir avanzando. Pero el líder señaló el borde de la cañada y los cinco a gatas sobre la yerba seca, los cinco apiñados en un solo cuerpo, los cinco rodeados de moscas verdes, reconocieron al fin lo que asomaba sobre la espuma amarilla del agua: el rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía.

II

Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y restos de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamara de otra manera. Era siempre tú, zonza, o tú, cabrona, o tú, pinche jija del diablo cuando quería que la Chica fuera a su lado, o que se callara, o simplemente para que se estuviera quieta debajo de la mesa y la dejara escuchar las quejas de las mujeres, los gimoteos con los que salpimentaban sus cuitas, achaques y desvelos, los sueños de parientes muertos, las broncas con aquellos aún vivos y el dinero, casi siempre era el dinero, pero también el marido, y las putas esas de la carretera, y que yo no sé por qué me abandonan justo cuando más ilusionada me siento, le lloraban, y todo para qué, gemían, mejor era morirse ya, de una vez, que nadie nunca sepa que existieron, y con la esquina del rebozo se limpiaban la cara que de todos modos se cubrían al salir de la cocina de la Bruja, porque no fuera a ser que luego dijeran, una nunca sabía, con lo chismosa que era la gente del pueblo, de que una iba con la Bruja porque se tramaba una venganza contra alguien, un maleficio contra la cusca que andaba sonsacando al marido, porque no faltaba la que inventaba falsos cuando una inocentemente lo que nomás andaba buscando era un remedio para el empacho de este pinche chamaco atascado que se zampó solito un kilo de papas, o un té que sirviera para espantarse el cansancio o una pomada para los desarreglos del vientre, pues, o nomás sentarse ahí un rato en la cocina a desahogar el pecho, liberar la pena, el dolor que aleteaba sin esperanza en sus gañotes.


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